EVA Y LA SERPIENTE




Nunca olvidaré aquella visita de la señora Miriam cuando yo hice la primera comunión. Era nuestra vecina, vivía tres casas más abajo. Vino con su hija María, quien también la había hecho. Me pusieron un traje beige y unos guantes blancos. Me tomaron fotos vestido así. Por suerte, según mi mamá, todas se perdieron. No me gustaban mis orejas cuando era niño. Parecía un volkswagen con las puertas abiertas.  

Papá estaba contrariado. No creía en Dios. Nunca estuvo de acuerdo con que se me sometiera a tal ceremonia. Lo aceptó a regañadientes. La hice porque mamá así lo dispuso. Mi vieja sí creía en Dios.  

La madre de María le tenía miedo a mi viejo. No podía entender cómo alguien se atrevía a vivir sin creer en Dios. Ella se la pasaba citando la biblia. A tu esposo le hace falta El Señor, le escuché decirle a mamá una de esas veces en que nos visitó. 

A papá le resultaba insoportable la señora Miriam. No le gustaba su presencia en casa. Desde su poltrona la miraba con encono meterse en la cocina. Muchas de sus visitas eran para pedir hielo, o azúcar, o café. Ella nunca tiene nada, vociferaba mi viejo cuando se iba la insufrible vecina. Si venía a pedir algo, la visita era breve. En esos casos, papá no se levantaba de su mueble preferido. Seguía leyendo. Era un adicto a la lectura. La visita se extendía cuando la susodicha quería tomarse el café en casa para hablar, orgullosa, de los cuernos que le estaba montando a su esposo, o para chismear sobre los vecinos, entonces mi viejo abandonaba su trono sin disimular. Prefiero escuchar los sonidos de la quebrada que a esa mujer, me decía.                           

El día de mi primera comunión, papá se quedó en la sala. Quiso toparse de frente con la serpiente, así la llamaba él. A mi vieja no le gustó que se quedara sentado. Sabía que su esposo estaba tramando algo. La religiosa vecina tragó grueso al verlo.     

Fueron varios siglos de silencio. Los tres, la visita, mamá y papá, estaban incómodos. Nunca habían estado juntos en la sala tanto tiempo. María y yo, sentados en las sillas del comedor, competíamos a ver quién comía más frutas.   

¿Usted ha leído la Biblia, señora Miriam?, papá rompió el silencio. Claro que sí, respondió la interpelada, ofendida, y luego le pasó la pregunta a mamá. Si la he leído no me acuerdo de nada, confesó mi vieja. Fue cuando papá aseguró que él se había leído la Biblia. Mamá le creyó, sabía que su esposo era un obstinado lector. Dígame cuál es su parte preferida, a ver si es verdad que se la ha leído, la visita lo puso en duda y propuso un reto. Ya había agarrado confianza. Estaban nadando en sus aguas.   

Me gusta el Génesis, aunque Adán haya sido un pajúo, soltó papá sin hielo. ¡Félix!, quiso frenarlo mi vieja. ¿Un qué?, la vecina no estaba familiarizada con el adjetivo usado. Mi viejo lo repitió. ¿Qué es eso de pajúo?, ella quiso saber. Lo mismo que un sapo, o soplón. Adán no fue el primer hombre, fue el primer soplón, le explicó papá. No le haga caso, señora Miriam, mamá quería mantener el respeto y la armonía. Conocía el personaje, pero no quería hacerla sentir mal. Creía en eso del amor al prójimo, sin importar el prójimo.     

Adán hizo lo que tenía que hacer, la señora Miriam defendió al primer hombre sobre la tierra. Culpó a Eva, fue un soplón, en vez de asumir su responsabilidad por haber comido de la manzana cuando Dios lo interpeló, papá lo acusó. Pero ella lo empujó, argumentó la defensa. Dios le preguntó si había comido del árbol, y dijo: fue la mujer que me diste por compañera. No fue un hombre, fue un niño cobarde, dijo el abogado acusador. Pensándolo bien, Adán fue un chismoso, dijo mamá cuando la visita quiso conocer su opinión. La Biblia es palabra sagrada. Las mujeres debemos pagar por lo que hizo Eva, concluyó la señora Miriam sin dejarse amedrentar.          

Se callaron. Pasaron otros siglos de silencio. María y yo seguíamos con la competencia de comer frutas.    

En el libro llamado Números también tiene una parte interesante. Me gustaría comentársela, volvía papá al ataque. ¿Y cuál será esa parte? No me acuerdo mucho, dijo la religiosa voz. Le voy a refrescar la memoria. Yo creo que tiene que ver con usted, mi viejo quería seguir con la pugna. ¿Sí?, se asustó un poco la vecina. Félix, ten cuidado, no vayas a decir una locura, mamá no podía controlar su angustia. 

Está dentro de un capitulo que se titula Leyes diversas. Ahí sale el rito de los celos, para cuando una mujer le es infiel a su esposo, mi padre estaba develando su plan ante los ojos de su esposa. ¡Félix!, ella lo nombró de nuevo. ¿Lo ha leído, señora Miriam? No me acuerdo, confesó la vecina. Entonces llegaron a un acuerdo: papá le diría cómo era el rito. 

A mamá ya le daba risa de sólo pensar que su esposo estuviese inventando todo. También, como buena católica, le daba un poco de pena con la pobre señora Miriam. 

Papá adoptó la voz de un narrador de cuentos de terror.  

La Biblia dice que Dios le dijo a Moisés lo siguiente: si una mujer casada tiene relaciones con otro hombre, pero su marido no la puede descubrir, o si le atacan los celos aunque ella no le haya sido infiel, el marido podrá llevarla ante el sacerdote para presentar la ofrenda correspondiente. La ofrenda será harina de cebada. El sacerdote mostrará a la mujer de pie ante Dios. Luego verterá agua santa en un vaso de barro. Así, con la mujer delante de Dios, el sacerdote le descubrirá la cabeza y pondrá en sus manos la ofrenda, mientras que él tendrá el agua de la maldición. Y le dirá: Si no te has acostado con otro hombre, esta agua de la maldición manifestará tu inocencia. Pero si has sido infiel, que Dios te ponga como objeto de repudio en medio de tu pueblo, que se marchiten tus senos, que entre el agua de la maldición en tus entrañas para que se pudran tus muslos y reviente tu vientre.    

¡Dios mío!, se escuchó el clamor de la señora Miriam, quien tenía las manos en los senos y el vientre. El sacerdote dará de beber del agua a la mujer, y si es inocente no pasará nada. Pero si es culpable ya sabe usted lo que le pasará, finalizó papá. La madre de María estaba sudando. Mi viejo le ofreció agua. No quiso, se negó moviendo la cabeza. ¡No sé qué tiene que ver ese ritual conmigo!, se defendió. Sí, tiene que ver. Rosa me dijo que usted le era infiel a su esposo, el fiscal soltó la lengua. ¡Félix!, gritó mamá, evitando una risa compulsiva. La vecina se puso de pie. Tomó a María y se dirigió a la puerta. Rosa, no sabía que fueses una pajúa como Adán, atacó a mi progenitora. Le sugiero que le pida a Dios que haga un ritual para comprobar la infidelidad de los hombres, le aconsejó papá. ¿No hay un rito para eso en la biblia?, se animó a preguntar la agraviada. No hay. ¿Qué opina?, quiso saber mi viejo. ¡Todo es culpa de Eva!, prorrumpió a los cuatro vientos la señora Miriam y tiró la puerta.

Imposible olvidar aquella visita. María no me dejó ninguna manzana, ganó nuestra competencia, comió más frutas; no me estoy excusando, pero fue porque yo estuve más pendiente de la serpiente.    


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